Comentario
El área comercial más dinámica, aunque no la de mayor volumen de intercambios, fue la atlántica; su base, la explotación de las colonias americanas. El dominio más extenso, a lo largo de casi todo el Continente, correspondía a España que, además, casi triplicó a lo largo de la centuria la superficie efectivamente controlada. Por el Norte se ocuparon Texas y territorios del sur de Arizona y de la Baja y Media California, a lo que hay que añadir, a raíz de la Paz de París, la Luisiana, recibida de Francia como compensación por la entrega de Florida a Inglaterra (Florida se recuperará en 1783). En el Sur continuó la penetración hacia el interior, en las actuales Venezuela, Ecuador y Colombia; se avanzó en la pacificación de la Araucania (Chile) y en la ocupación de la Pampa, mientras se iniciaba la exploración de la Patagonia. Se mantuvo un largo conflicto con Portugal por la pequeña colonia de Sacramento, situada al norte del río de la Plata, en el actual Uruguay. Fue conquistada a los portugueses durante la Guerra de Sucesión, devuelta en la paz de Utrecht, recuperada en 1750 a cambio de territorios de las reducciones jesuíticas; tras la anulación de dicho intercambio en 1761, España la consiguió finalmente en 1777 (Tratado de San Ildefonso), cediendo territorios del sur de Brasil. Aumentaba así Portugal sus posesiones por el Sur mientras se expandía hacia el interior bajo el impulso de los yacimientos auríferos recientemente descubiertos: llegó a cuadruplicar su territorio americano. Francia debió ceder a Inglaterra, en Utrecht, la bahía del Hudson, Acadia y Terranova. A lo largo del siglo prosiguió la exploración y ocupación interior de Canadá (poco sistemática, no obstante), para perderlo en la Paz de París en favor de Inglaterra (recuperaba, como consolación, las islas de Miquelon y Saint Pierre), así como algunas de las Antillas menores (Granada, San Vicente, Dominica, Tobago). Después de 1763, sus posesiones se reducían a la Guayana (apenas poblada) en tierra firme y a unas pocas islas antillanas, la más importante de las cuales era Santo Domingo. Como hemos podido ver, el balance de los dos primeros tercios del siglo fue muy positivo para Inglaterra, ampliando su presencia en el Caribe (donde ya en el siglo anterior se había asentado en Jamaica, las Bahamas y Barbados, entre otras islas) y en América del Norte, cuyas propias colonias, por otra parte, se expandieron hacia el interior también con fuerza. Y serán éstas las que terminarían protagonizando el más trascendental cambio del siglo en el mundo colonial, al conseguir su independencia en 1783.
La importancia del tráfico americano se refleja en estos datos: en la década de los setenta aportaba a Inglaterra el 36 por 100 de sus importaciones y recibía el 35 por 100 de sus exportaciones; las cifras referidas a Francia en relación con las Antillas eran, respectivamente, el 40 y el 15 por 100. Pero, lógicamente, las oportunidades ofrecidas por tan inmenso territorio eran muy diversas. Canadá suministraba, ante todo, pieles -un comercio, no obstante, de limitado alcance- y, ya en las últimas décadas, la explotación maderera (sobre todo, para los astilleros de Nueva Escocia) cobró cierto vigor. Fueron fundamentales, por otra parte, las pesquerías de Terranova, Nueva Escocia, desembocadura del San Lorenzo..., en cuya explotación destacaron los franceses y los americanos de Nueva Inglaterra (más para la exportación hacia las Antillas y Europa que para su propio consumo); tras la independencia americana, se restringiría su presencia, impulsándose, en cambio, la inglesa. El ámbito esencial fue el tropical -con el Mediterráneo antillano como principal protagonista-, benefició esencialmente a Inglaterra y Francia -en menor medida, a Holanda- y se fundamentaba en la economía de plantación, generadora de actividades industriales relacionadas con el procesado de las plantas cultivadas. La observación de Josiah Child, según la cual cada inglés de Jamaica proporciona ocupación a cuatro de la metrópoli (1698) es lo suficientemente gráfica al respecto. De todos los cultivos tropicales (café, cacao, tabaco, algodón...), fue, sin duda, el de la caña de azúcar el más importante en este siglo. Jamaica, por ejemplo, producía en 1771-1775 un promedio anual de 44.000 toneladas y Santo Domingo, poco después, 80.000, decuplicándose como mínimo en ambos casos las cifras de 1700. Se caracterizaba por la existencia de grandes plantaciones muy capitalizadas que empleaban cantidades ingentes de mano de obra esclava, inscribiéndose así en un amplio "comercio triangular" que unía Europa, África y América. Armas, textiles, licores y otros artículos europeos eran intercambiados en África por los esclavos, que eran llevados a América, de donde procedían los cargamentos de azúcar con los que se regresaba al Viejo Continente. Las trece colonias tuvieron sus propias rutas triangulares: América-Mica-Antillas, participando en la trata de esclavos, o América-Antillas-Europa (Mediterráneo, Inglaterra), transportando madera, pescados y otros víveres; con cierta frecuencia, la etapa inglesa incluía la venta del barco, por un precio sensiblemente inferior (30-50 por 100) al de los europeos. Participaron también clandestinamente en el comercio con las demás colonias americanas. No obstante, eran más importantes los intercambios directos con su metrópoli, de cuyos artículos manufacturados fueron buenos compradores (su población crecía y disfrutaba de una relativamente alta renta per cápita), cuyo montante compensaban, además de los artículos propios exportados (tabaco, sobre todo, arroz, tintes y naval stores), los excedentes de los citados viajes triangulares, los beneficios de la flota (surgida al amparo de las Actas de Navegación), los seguros marítimos y las inversiones gubernamentales. Tras la independencia, y ya abolido el monopolio, el nuevo país seguiría constituyendo una magnífica salida para los productos industriales ingleses.
El área iberoamericana constituía otro importante ámbito, del que procedían metales preciosos, ante todo, y también los consabidos alimentos tropicales, tintes, cueros, tabaco, perlas... Gran Bretaña pudo beneficiarse notablemente de su explotación, dada su posición privilegiada en relación con Portugal, que convirtió al complejo luso-brasileño en uno de sus principales clientes y a la isla en la principal beneficiaria del oro de Brasil. En cuanto a la América hispana, el navío de permiso fue un portillo -ampliado por el contrabando- en el monopolio metropolitano; cuando se revocó la concesión en 1739, el contrabando se intensificará (Sacramento fue un punto clave para ello), del mismo modo que los ataques a las colonias. Las continuas tensiones en Honduras, o las conquistas (algunas fugaces) durante la Guerra de los Siete Años -llegarían a organizar el cultivo de la caña en Cuba durante el corto período (1762-1763) que permaneció en sus manos- son ejemplos de ello. La vía legal, que llevaba consigo el establecimiento en Cádiz de agentes comerciales, también fue seguida por Inglaterra, si bien en la ciudad atlántica dominaban los agentes franceses.
Como hemos señalado, la trata de esclavos fue un elemento esencial en los tráficos atlánticos. De orígenes ya lejanos, se intensificó notablemente durante este siglo, en el que, según los cálculos más prudentes (Ph. D. Curtin), 6.500.000 desgraciados llegaron al Nuevo Mundo (hay que sumar los muertos en la travesía) por medio de este brutal comercio en el que participaron los países más desarrollados, con Inglaterra a la cabeza (50 por 100 de los transportados), seguida de Francia (cuarta parte), Portugal y las Provincias Unidas, desplazadas ya a un lugar secundario. Puertos como Londres (aunque su gran etapa negrera ya había pasado), Bristol, Liverpool (en ascenso durante este siglo), Nantes o Burdeos debían en gran parte su fortuna al tráfico negrero.
Los esclavos, generalmente, no eran capturados por los blancos, para quienes resultaba más conveniente y rentable mantener buenas relaciones con las tribus costeras. Eran éstas las que los proporcionaban, procedentes del interior y esclavizados por causas diversas (prisioneros de razzias organizadas ex-profeso o de conflictos ínter-étnicos, hombres castigados por los jefes de sus tribus...). Los europeos, pues, no necesitaron sino pequeñas factorías sin apenas ocupación territorial en la costa africana (Angola fue la excepción) como base de operaciones, desde las que cargar los barcos. Comenzaba entonces la denominada travesía intermedia (middle passage), durísima, aunque quizá no tan terrorífica como los abolicionistas propagaron generalizando los casos más sangrantes, ya que los capitanes negreros debían velar para que las pérdidas económicas (léase vidas humanas) no fueran excesivamente altas. Pero fueron habituales el hacinamiento de los esclavos en las bodegas, la utilización de instrumentos de castigo (grilletes, esposas, látigos...) para mantenerlos sumisos y, en otro orden de cosas, las enfermedades, físicas (disenterías, malarias, escorbuto) y psíquicas (depresión aguda, causante de suicidios), frente a las que los médicos de a bordo poco o nada podían hacer. Los conatos de rebelión generaban castigos ejemplares; y su triunfo (ocurrió en alguna ocasión) equivalía al suicidio colectivo: los africanos, incapaces de gobernar unos barcos demasiado complejos, quedaban a merced de las olas. Probablemente, entre una décima y una quinta parte de los esclavos embarcados falleció en la travesía del Atlántico. Que la tripulación blanca estuviera sujeta a una durísima disciplina, peor alimentada incluso que los negros y que fuera igualmente víctima de las enfermedades (y del alcoholismo), sufriendo a veces tasas más altas de mortalidad, aun siendo, como era, cierto, no puede aducirse como atenuante.
Llegados a América, los esclavos, que en los últimos días de navegación veían mejorar comida y atenciones higiénicas y hasta recibían algún retoque para encubrir defectos físicos (blanqueamiento de la mercancía, se denominaba la operación), solían ser vendidos en pública subasta y llevados a su destino final. El Caribe (islas francesas e inglesas casi por igual) absorbió la mitad de los esclavos llegados a América durante este siglo; Brasil recibió el 30 por 100; la América española, casi el 10 por 100 (P. D. Curtin); los demás territorios europeos, el resto. Las duras condiciones de trabajo y de vida en las plantaciones, donde los castigos físicos eran habituales, reducían su vida, por término medio, a unos diez años y hacían necesaria su constante y rápida renovación. Siendo su crecimiento vegetativo muy débil y, en general, antieconómico: "comprar mejor que criar" era el lema-, la creciente demanda de esclavos intensificó la trata y provocó su continuo encarecimiento. El precio final de un esclavo joven y fuerte en América fue, en ocasiones, hasta treinta veces su valor en África Pero los beneficios globales de la trata eran mucho más moderados, ya que intervenían múltiples factores, desde los elevados gastos fijos y de equipamiento a aspectos coyunturales (rapidez en la carga, duración de la travesía, muertos en su transcurso...), sin olvidar los complejos sistemas de ventas a crédito y la frecuente lentitud en los pagos. Las estimaciones más serias (J. Meyer para Nantes, W. S. Unger para Middelburgo o los cálculos generales de R. Ansley) hablan de beneficios medios en torno al 10 por 100 y aun menores.
Las consecuencias de la trata sobre la sociedad africana, de imposible cuantificación, hubieron de ser importantes. No sólo por lo que desde el punto de vista demográfico y económico pudo representar la pérdida de un elevado número de personas jóvenes, sino por el posible aumento de enfrentamientos bélicos intertribales y la dedicación de diversas tribus y Estados casi en exclusiva a la captura de esclavos, condicionando así su orientación económica hacia actividades no productivas.
Pero también en este siglo se desarrolló lentamente una corriente de opinión contra la trata de negros y la propia esclavitud, que cuajó, ya en el último tercio, en movimientos antiesclavistas que obtuvieron algunos frutos prácticos. La formulación del principio de igualdad de todos los hombres y de la maldad intrínseca de la esclavitud fue a veces precedida y siempre reforzada por la divulgación de detalles sobre la vida real de los esclavos en los relatos de viajes y descripciones del Nuevo Mundo. En la segunda mitad del siglo: los philosophes, en general, fueron antiesclavistas, sin faltar entre ellos contradicciones y quienes, como Voltaire, aun oponiéndose personalmente a la esclavitud, eran pesimistas en cuanto a su erradicación, porque "es tan antigua como la guerra, y la guerra, tan antigua como la naturaleza humana". Adam Smith, en La riqueza de las naciones (1776), la consideró antieconómica. Llama poderosamente la atención el silencio institucional- voces aisladas al margen- al respecto de las grandes Iglesias cristianas. En cambio, algunas de las Iglesias minoritarias en Inglaterra (metodistas) y, sobre todo, en América (cuáqueros), fueron activamente antiesclavistas. Hay que añadir el decidido empeño individual de algunos escritores, juristas y políticos, americanos y europeos, y de asociaciones como la Sun tavern (1775) en Filadelfia, o las Sociedades de Amigos de los Negros (Londres, 1787; París, 1788). La tarea no era fácil. Suponía luchar contra algo comúnmente admitido, apoyado apasionadamente por los grupos sociales más influyentes y vinculado a poderosos intereses económicos. Iniciado el debate, el comercio negrero y la esclavitud se justificaron con argumentos filosóficos (inferioridad de la raza negra), económico-laborales (necesidad de mano de obra dura y habituada a las condiciones climáticas tropicales que no se habría trasladado voluntariamente), políticos (necesidad de mantener a la flota ocupada y entrenada en tiempo de paz, inconveniencia de abolir la trata en un país si no lo hacían también sus competidores) e incluso religiosos (alusiones bíblicas a la esclavitud y la cínica referencia a la salvación de las almas de los negros bautizados colectivamente al embarcar). Hubo pequeños logros, como la declaración judicial de ilegalidad de la esclavitud en Inglaterra (1772). La abolición de la trata, sin embargo, fue repetidamente rechazada en el Parlamento inglés y en el recién nacido Congreso norteamericano. Sólo algunas disposiciones (por lo demás, incumplidas sistemáticamente) trataron de suavizar el transporte y la vida de los esclavos, a lo que se añade la autorización para fundar una colonia inglesa en África (Sierra Leona, 1791-1792) que, poblada con negros liberados, reprodujera la economía caribeña. La Revolución Francesa abolió la esclavitud, aunque fue restablecida por el Imperio en las colonias (1802). La prohibición de la trata vendría escalonadamente: Dinamarca, en 1803; en 1808, Inglaterra y Estados Unidos (algunos Estados la habían prohibido con anterioridad); en el Congreso de Viena se sumaban Francia, Austria, Prusia y Rusia... Lo que, en la práctica, significaba no su desaparición, sino el inicio de la todavía larga etapa del contrabando y la semiclandestinidad.